Un paisaje onírico,
una playa
desierta,
el mar y una cala
rodeada de acantilados al fondo.
El cielo y el mar
se confunden.
A la izquierda,
un cartón tejido a mano,
a modo de muro,
sobre el
que se disponen
dos relojes
y un árbol incompleto,
con una sola rama
y sin
hojas.
El reloj más grande,
blando,
una mosca sobre él
y cae.
Cae escurriéndose
por el borde
del cartón tejido
por las manos
de mi abuela.
El pequeño,
parece
un reloj
de bolsillo,
cerrado,
y las hormigas
danzan a su alrededor.
Del árbol pende
un tercer reloj,
también blando.
En el centro,
una extraña figura.
Una cara
blanda
con largas pestañas
parece dormir sobre la arena.
Sobre ella,
un cuarto
reloj,
igualmente blando,
parece derretirse.
Los cuatro siguen
marcando la hora.
En torno a las seis.
Pero, los relojes,
como la memoria,
se
reblandecen por el paso del tiempo.
Y yo ya no recuerdo qué pasó
antes de que
empezaran a derretirse.
De que aparecieran moscas
y hormigas.
De lo que pasó
antes
de que muriera.
De cualquier cosa que pasara
antes de las seis.