martes, 21 de junio de 2016

La chica de las estrellas


Parte I:

Annie es una de esas pocas personas que cree en el amor y otros monstruos. Las noches, si llueve, mira bajo su diminuta cama en busca de alguno, pero allí no encuentra más que polvo y una desgastada caja, repleta de cartas que recibe periódicamente desde el otro lado del planeta. Annie tiene insomnio y lo único que le hace conciliar el sueño es abrirlas cada noche y olfatear su perfume de madreselva.

Cuando abre el buzón y encuentra un sobre escrito con esa letra tan extraña, siente un regocijo que creía haber olvidado. Luego extrae con cuidado la cuartilla y la lee sin comprender. A veces encuentra dibujado un corazón, un pájaro o una flor de almendro y por eso sabe que son cartas de amor. Otras veces encuentra siete lunas en el reverso, con las que se le empañan esos ojitos tan risueños. Estas cartas le hacen tanta ilusión, que no piensa devolverlas, ni decirle al cartero que en ese edificio no vive una tal Natsuki Akiyama.

Annie cree en el destino, por lo que a veces se excusa diciendo que, de todas formas, Natsuki jamás las habría leído. También cree en aquella noche navideña de hace 13 años. Las estrellas fugaces que devoraron las tres primeras estrellas de la Constelación de Orión. La mañana en que Nathaniel le dijo que sí. Las promesas, aunque olvidadas. El día que se fueron a vivir juntos y que tiraron por el fregadero todo el alcohol que tenía en casa. Su ascenso a encargada en la pequeña galería de arte. Su primer año sin beber. Los girasoles de Van Gogh. La puesta de Sol, si es violeta.

Pero Annie ya no tiene ningún hombre en su vida, lo había intentado varias veces, pero el resultado nunca había estado a la altura de sus expectativas. Con el tiempo empezó a comprender que el amor existía, en algún lugar, pero que no estaba hecho para ella, ya que lo único que había conseguido hasta ahora era un corazón roto y unas camisetas olvidadas, con olor a lavanda. En cambio, cultiva el gusto por los pequeños placeres de la vida, como hundir los pies en la arena, escuchar Bohemian Rhapsody en la radio y pintar cuadros con los hilos de sus sueños.

Las mañanas, si no llueve, las pasa asomada a la ventana del patio leyendo entre cuerdas. Sabe que algo no funciona en el tercero desde que tienden juegos de noventa en vez de sábanas de matrimonio. Ya no hay ropa de bebé en el primero y solo se escucha el llanto de una madre que lo ha perdido todo. En cambio, ahora hay baberos gigantes, en el cuarto. Desde que enfermó el abuelo, vive con ellos y escucha a través de las ventanas cosas que preferiría no oír. Luego sonríe con los nuevos sujetadores de la del segundo, tres tallas más grandes que los de antes. Y llora. Llora desconsoladamente desde que los calzoncillos azul celeste que le regaló a Nathaniel cuelgan de las cuerdas de la chica del quinto.

Cualquier otra persona habría querido huir de allí, tan rápido como se lo permitiesen sus pies o la complicada mudanza, pero Annie no quiere volver a huir, no después de todo lo que había pasado hasta entonces, así que decide empezar de cero. Cambia el papel de sus paredes, de un sobrio marrón a un naranja melocotón, cuelga todos los cuadros que ha pintado, desde ese inusual bodegón con naturalezas muertas y el collar de su abuela, hasta esa horrible noria que tanto detesta, pero que al fin y al cabo, forma parte de ella.

Coge las tijeras y empieza a destrozarlo todo. Corta su larga melena por la mitad, y apenas se reconoce en el espejo después, corta esas detestables cortinas verde esmeralda, haciéndose un vestido con ellas y consigue atravesar el umbral de la puerta del edificio. Tras hacerlo, Annie siente repentinamente una gran armonía consigo misma, en ese momento todo es perfecto, la suavidad de la luz, el ligero perfume del aire, el pausado rumor de la ciudad.

Inspira profundamente y la vida ahora le parece tan sencilla y transparente que un arrebato de amor, parecido a un deseo de ayudar a toda la humanidad, le empapa de golpe.

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