viernes, 4 de enero de 2013

Amor tóxico.



La Muerte, tan lenta y dolorosa, se había vuelto completamente ciega. Ciega por haberse enamorado de la Vida, de haberse aferrado con fuerzas a ella. Un amor que jamás sería correspondido.
La Vida siempre le rechazaba y añadía: "Acabaréis conmigo, no solo me volvéis loca, sino que además me matáis lentamente, aunque no queráis, acabaréis haciéndome daño."
La Muerte, sin darse por vencida le dejó flores a medianoche sobre la fuente de la Vida -rosas rojas, no los crisantemos que acostumbraba a ver-. Pero todo lo que tocaba moría, y entregó rosas marchitas que no habían conseguido aferrarse a la vida, tal y como hacía ella.
La Muerte solo deseaba poderse morir en ese momento -aunque eso fuera del todo imposible-.
Llegó a un pequeño bar a las afueras del Valle de las Almas Perdidas, y desolada, empezó a beber como si no existiera el mañana. Y a fumar, hasta que sus pulmones rotos empezaran a dedicarse a otra cosa.
En ese momento, se acercó la pequeña alma del que había sido anteriormente un camarero, y disgustado dijo:

-Muerte, ¿qué haces aquí? ¿No deberías estar acabando con la vida de las personas, tal y como me hiciste a mí?
-La Vida no me acepta tal y como soy. ¿Acaso yo la he rechazado por ser tan alegre y vivaz?
-¿No crees que la vida y la muerte son las dos caras de la misma moneda? Sin una de las caras, la otra no significa nada. Pero tampoco pueden estar juntas. Equilibrio, Muerte, equilibrio.

La Muerte se marchó de allí, satisfecha con aquella respuesta. Pero, cegada por la locura fue a visitar a su vieja amiga, la Vida. Viviendo eternamente con ella y con la perspicaz ironía del viejo camarero.

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