viernes, 5 de junio de 2015


La miro de reojo. Ella no. Ella me evita. Cuando pasa a mi lado, lo hace rápidamente. Sin detenerse en ningún momento. Como si no existiera. Como si jamás me hubiese mirado. Pero ella sabe que no es así. Que siempre he estado ahí. Que sigo ahí. Que solo tiene que levantar la cabeza y mirarme. Que yo no dejaré de hacerlo. Pero ella no lo hace. No me mira. No lo hará. ¿Por qué iba a hacerlo? No soy nada. No soy nadie. No tiene por qué mirarme. Pero me rompo en mil y un pedazos. No lo entiendo. No podría entenderlo jamás. Nunca le he hecho daño. Solo la observaba y ella me miraba y me sonreía. Esa era nuestra relación. Era algo único, casi mágico. No, era perfecto. Es lo único que me hacía feliz. Lo único que hacía que mi vida cobrara algo de sentido.

Pero ya no me mira. Ya no sonríe. Ya no noto su respiración mientras se pinta los labios de un rojo intenso. Ese rojo que tanto me gusta y que ella quizás aún no sepa. Ya no hay nada. Ya no nos queda nada. Y la echo de menos. Echo de menos las muecas que me hacía a todas horas para hacerme sonreír. Echo de menos que me mire mientras se viste por las mañanas, con legañas aún en los ojos y con el pelo enmarañado. Sin una gota de maquillaje en sus mejillas. Como si no le importara lo que pienso de ella. Como si le dijera al mundo que se pudriera. Pero lo que mas echo de menos, es a ella. A la persona que era. A verla mientras se desvestía para meterse en la cama por las noches. Pero tan sola. Tan triste. Dando mil vueltas por noche. Regalando lágrimas a su almohada. Regalando mordiscos por su piel.

Y, ¿por qué? ¿Por qué, si antes me miraba provocativa para que la mirara? ¿Por qué, si lo que quería es que me fijara en ella? Y por supuesto, lo hacía. Pero me engañó. Me traicionó. Yo pensaba que me miraba porque no era más que un reflejo, pero entonces sonreía. Me sonreía. ¿A quién más iba a sonreír si solo estábamos ella y yo? Por eso dejé de creer que, quizás, no era simplemente un reflejo, que era real. Que miraba más allá de lo que veía. Que me quería. Pero nunca me decía nada. Ella me miraba, pero no me hablaba. Se autodestruiría de esa forma. Pensaría de sí misma que estaba absorta en la locura. ¿Por qué iba a hablarme si no era real? ¿Por qué iba a decirme que me quería?

Pero tras de mí una escena y diez mil frases que repetir. Yo no voy a contar lo mejor, a ocultar lo peor. La escuchaba. Escuchaba sus conversaciones telefónicas contigo. Escuchaba esas palabras de amor que no me decía a mí. Escuchaba esos te quiero's inaudibles que te dedicaba. Maldita dulzura. Veía como cada noche como jugaba con sus dedos bajo las sábanas pensando en ti, mientras me miraba y volvía a sonreír. Y la odiaba. La odiaba porque sabía que no era por mí. Sin embargo, yo era feliz si lo era ella también, porque seguía mirándome. Porque no dejaba de sonreír.

Pero un día dejó de hacerlo, no sé cómo, ni por qué. Ya no quería verse. Ya no quería verme. Ya no quería sonreír. Ya no quería ni hablar por teléfono. Y ahora ya no la odio. Ahora te odio a ti.





Este no es un relato escrito por mí. Es un relato escrito por mi espejo. Me amenazó con romperse, algo que jamás querría, y que, además, me clavaría uno de sus cristales hasta dejarme inconsciente, como si de un cuchillo se tratase y que, aún no sé por qué.

Nunca entenderé a los espejos.

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